Vaya reto para un cocinillas hacer una paella para treinta personas. Por eso, le sorprendieron los elogios y la recaudación mayor que la esperada. Su hermano se centró en los jabones, los recopilaba en los hoteles que tanto frecuentaba y hasta los “distraía” del carro de la limpieza burlando a las cámaras de seguridad, como un postmoderno Robin Hood. A su hermana la tradicional venta de papeletas navideñas se le quedó corta, así que organizó una concurrida fiesta de solteros. Hasta la abuela contribuía comprando cartones de bingo en el hogar del pensionista. Y otros veteranos comprometidos eran los antiguos tunos que en un mes ofrecieron un recital tan taquillero como los de antes. Aunque lo más lucrativo y trabajoso, era el mercadillo anual. Todos se afanaban en recopilar, clasificar, ordenar, tasar y, sobre todo, recaudar.
Gracias a esas iniciativas dispares, como los granos de arroz de la paella fueron confluyendo y en la otra punta del mundo, se transformaron en el primer pozo de agua del poblado que, por fin consiguió una cosecha tan fecunda que hasta tuvieron que almacenar. Tras el silo, llegó la escuela y aprovechando su ampliación surgió el botiquín atendido en sorprendente armonía por el chamán y la primera enfermera diplomada que salió del poblado. Ambos recetaban jabón a todos y hasta iban a la escuela a enseñar cómo hacer un buen lavado de manos. Todo ello bajo el cartel que les recordaba el nombre de la ONG que les había dado una vida mejor: “Hijos del agua”.
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