jueves, 7 de abril de 2016

EL MAR FINITO. - Por M.M.G.

Mi nombre es Nahir Obukhov y nací en un pequeño pueblo de Uzbekistán. Hoy es un día especial, mi decimoctavo cumpleaños. Mamá y papá habían prometido llevarme al lugar retratado en las hojas, a ese lugar con el que tanto tiempo llevaba soñando. Prácticamente cada noche una avalancha de imágenes surcaban mi mente, encendían la mecha de la imaginación y una bomba de ideas y esperanzas explotaba en mí. Por fin había llegado el momento. Recogimos unos cuantos enseres, algo de comida y nos encaminamos hacia nuestro destino. Durante las dos horas que nos costó llegar no dejaba de vislumbrar el lugar, de fantasear con los barcos pesqueros que nos encontraríamos, con las canciones que los marineros cantarían en el puerto. Deseaba ver por fin el inmenso lago del que tanto había oído hablar, su vaivén, sumergirme bajo sus aguas y olvidar los problemas que me atormentaban.

Por desgracia nada de esto llegó a buen puerto. Todo se torció en el preciso momento que vi aquel cartel. “Mar de Aral”. No podía creer lo que mis ojos me enseñaban, eso no podía estar pasando. Intenté oír los cantos del puerto pero lo único que logré oír fueron unos suspiros ahogados. Me giré y mi corazón se contrajo. Dolía verles sufrir. Antes esto no era así, según mi “buvi”, 50 años atrás los barcos zarpaban y regresaban cargando pescados y felicidad. Ahora todo lo que podía ver eran pesqueros encallados en páramos de arena, inclinados, como caídos del cielo. Esto ya no era ni la mitad de majestuoso de lo que había llegado a ser. No había ningún pez capaz de soportar tanta salinidad, no había barco capaz de surcar los escasos centímetros de agua. Cualquier corazón que en su momento había amado este lugar, al regresar, lo sentía cómo extraño.

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(Categoría La Rioja)

AYLAN KURDI.- Por A.P.

La sala fue devorada por una profunda oscuridad y de inmediato se iluminó la pantalla.

Eran imágenes sueltas. Aparecían una tras otra a una velocidad vertiginosa. En todas las reproducciones se veía el cuerpo del pequeño. Desparramado sobre la arena… En brazos de un uniformado, que lo cargaba como quien carga una bolsa… Otras mostraban titulares, de periódicos, con su nombre destacado en negritas. Se iban sucediendo imágenes de las primeras planas de diarios de todo el mundo. Luego destellaron links de páginas web en las que también se leía remarcado Aylan Kurdi.

Finalmente aparecieron escenas de noticieros televisivos dando la dramática noticia. La alocada cinta, que traducida al lenguaje gráfico era una especie de collage, pasó incontables veces. En un continuado sin pausas; matizado sólo por cambios bruscos en la secuencia de la música de fondo de la transmisión.

De súbito, sin indicio alguno que sugiriera un final, cesó la transmisión.

Pocos instantes después la audiencia comenzó a inquietarse porque las luces permanecían apagadas. El clímax, generado por la conjunción de la intensa oscuridad y la creciente ansiedad de la gente, se fue tornando de una densidad insoportable. Sentía que me faltaba el aire. Temí morir de anoxia.

Inesperada, la voz en off de un infante quebró el silencio. En un tono abrumador el niño sentenció: no morí ahogado por el agua del océano. Me hundí en las profundidades de la indiferencia; de un mundo lleno de codicia y vacío de humanidad. La audiencia enloqueció de furia. Alguien se puso de pie y comenzó a maldecir. Propinaba insultos a los organizadores. Los acusaba de estafa y amenazaba con demandarlos. De inmediato muchos se sumaron al reclamo profiriendo todo tipo de improperios.

Se encendieron las luces. Me temblaban las manos y entre ellas, estrujado, el volante que me había llevado hasta el lugar. Rezaba: Gran Premier del film “El fin de la humanidad”. Entrada libre y gratuita.

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COMUNIÓN.- Por A.P.

La imagen de la pequeña niña malí era tan vívida y conmovedora que la recordaría por siempre.

Especialmente recordaría su mirada.

El dolor por la traición inscripto en sus enormes ojos negros.

La catarata de lágrimas brotando incesante. Y su denuncia que no necesitaba de palabras.

Su propios abuelos, a los que amaba y en quienes confiaba, la habían forzado a la mutilación.

El sueño logró lo que seis meses de orientación vocacional no habían conseguido.

Helena despertó sabiendo que dedicaría el resto de su vida a evitar que niña alguna, jamás, tuviese que pasar por un ultraje semejante.

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