La imagen de la pequeña niña malí era tan vívida y conmovedora que la recordaría por siempre.
Especialmente recordaría su mirada.
El dolor por la traición inscripto en sus enormes ojos negros.
La catarata de lágrimas brotando incesante. Y su denuncia que no necesitaba de palabras.
Su propios abuelos, a los que amaba y en quienes confiaba, la habían forzado a la mutilación.
El sueño logró lo que seis meses de orientación vocacional no habían conseguido.
Helena despertó sabiendo que dedicaría el resto de su vida a evitar que niña alguna, jamás, tuviese que pasar por un ultraje semejante.
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