martes, 26 de abril de 2016

DESDE ANDRÓMEDA. - Por K.M.R.R.

¡Espirales! - he gritado-, por fin resolví las ecuaciones que me llevarían a conocer ese lugar del que todos hablan. Ese planeta lejano pintado de verde y azul, bañado por el amarillo de los rayos de su sol. Ese ente que gira cada segundo y cada hora; sin importar cuantas supernovas exploten a su alrededor y cuantos meteoritos desaparezcan; sigue rotando cual bailarina de ballet en su acto sublime.

¡Espirales! -he vuelto ha gritar-, y es que en nuestra galaxia, Andrómeda, solo soñamos con visitar la tan conocida Vía Láctea, en la que existe ese famoso planeta Tierra. Donde no hay fronteras. Donde el perfume de la aurora se mueve suavemente y acaricia la piel, sin importar su color ni textura. Donde el único idioma es la sonrisa y la mayor riqueza el amor.

En ese instante, salgo del dispositivo de sueño automático, cual átomo estimulado a la velocidad de la luz. Me levanto. Sonrío. Contemplo una nebulosa brillante a través de mi ventana y me pregunto cómo pude completar la pieza faltante para el viaje intergaláctico hasta el planeta de la equidad y la justicia.

Miles de años luz después, me encuentro suspendida. Orbitando sobre la Tierra, observo su grandiosidad. Me acerco. Veo un niño descalzo, un joven en esmoquin; un vendedor tímido, una joven que lo ignora; una madre protegiendo a su bebé y un vehículo que la esquiva violentamente.

¿Qué es lo que veo?¿Dónde está el amor y la igualdad de la que tanto hablan? Debe ser efecto secundario del viaje. Me muevo un poco más hacia occidente. Veo risas, alegría, luces. Hago un giro. Veo desiertos, veo hambre, ansiedad y tristeza. Mi corazón se quiebra. Enmudezco.

¡No lo resisto! ¿Qué le ha sucedido a los terrestres? Debo arreglarlo, debo cambiarlo. Me dirijo hacia la tierra. Todos me ignoran. Lloro sin consolación y luego escucho una voz. ¡Tranquila! -susurra mi madre-, era solo un sueño. Hace muchos siglos, la Tierra se consumió a sí misma.


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