Sorprendido por un espontáneo abrazo infantil, de un pequeño que apenas le llegaba por encima de las rodillas, regresó de sus emociones.
Acariciando delicadamente a su hijo, miró a su alrededor y se encontró con un lugar que lucía cálido y acogedor, a pesar de su humildad y reducido tamaño. Se sintió orgulloso cuando sus ojos se cruzaron con la mesa de su nuevo hogar. En ese momento, se dio cuenta de que por primera vez la comida sería suficiente para todos. Estaba decidido a hacer cualquier cosa para que esa felicidad no fuera efímera, para que el hambre ya no les quitara los sueños, los tesoros, la vida.
Dispuesto a compartir con su familia, tomó al niño entre sus brazos, lo acomodó en una silla y con cariño le puso los zapatitos, los mismos que habían tenido dueño pero que nunca pudieron dar un paso.
Y la escena se repetía casi a diario, con la diferencia de que ahora no se trataba solamente de un sueño.
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