Ishan, hace unos años el mundo era diferente, incluido el mar que nos rodea cada día. Cuando tenía tu edad, me dejaba acariciar por los vaivenes de las olas y la brisa marina. Las aguas, diáfanas, de color turquesa, dejaban entrever arrecifes de colores y algún que otro hermoso pez extraviado. Las arenas, suaves y blancas, albergaban algas y conchas que adornaban las playas con su magia. Mis hermanos y yo nos bañábamos todas las mañanas, después de venir de una dura jornada de pesca, impregnándonos de la frescura y calidad del mar, cerrábamos los ojos y descansábamos en paz…
Un inocente niño paseaba por las costas Bombay, solo e inmerso en sus pensamientos. Los intensos rayos de sol dejaban vislumbrar pequeñas gotas de sudor que recorrían su rostro. La piel morena le brillaba y sus humildes ropajes caían vagamente hacia la arena, aferrándose con dificultad a las delgadas extremidades del joven. Con la cabeza gacha, Ishan observaba el ir y venir de las olas del mar. Miró al frente. El agua turquesa del pasado se había tornado negra, los peces de colores habían perdido su pigmento y yacían muertos en el fondo o amontonados en la orilla. El mar, perdiendo su libertad y víctima de las refinerías de petróleo de la bahía, había caído en manos del hombre que, a sus anchas y sin ninguna aprensión, se convertía en conquistador del mundo marino y, al mismo tiempo, en su verdugo.
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