sábado, 9 de abril de 2016

EL ABUELO DE BOMBAY. - Por H.E.O.

Ishan se sentó con ímpetu en las rodillas de su abuelo y lo miró. Los ojos abiertos como platos, emocionados. El joven esperó a que aquel sabio hombre le deleitara con alguna historia fascinante con la que el tiempo se le hacía más liviano y el estómago le dejaba de rugir por unos minutos.

Ishan, hace unos años el mundo era diferente, incluido el mar que nos rodea cada día. Cuando tenía tu edad, me dejaba acariciar por los vaivenes de las olas y la brisa marina. Las aguas, diáfanas, de color turquesa, dejaban entrever arrecifes de colores y algún que otro hermoso pez extraviado. Las arenas, suaves y blancas, albergaban algas y conchas que adornaban las playas con su magia. Mis hermanos y yo nos bañábamos todas las mañanas, después de venir de una dura jornada de pesca, impregnándonos de la frescura y calidad del mar, cerrábamos los ojos y descansábamos en paz…

Un inocente niño paseaba por las costas Bombay, solo e inmerso en sus pensamientos. Los intensos rayos de sol dejaban vislumbrar pequeñas gotas de sudor que recorrían su rostro. La piel morena le brillaba y sus humildes ropajes caían vagamente hacia la arena, aferrándose con dificultad a las delgadas extremidades del joven. Con la cabeza gacha, Ishan observaba el ir y venir de las olas del mar. Miró al frente. El agua turquesa del pasado se había tornado negra, los peces de colores habían perdido su pigmento y yacían muertos en el fondo o amontonados en la orilla. El mar, perdiendo su libertad y víctima de las refinerías de petróleo de la bahía, había caído en manos del hombre que, a sus anchas y sin ninguna aprensión, se convertía en conquistador del mundo marino y, al mismo tiempo, en su verdugo.

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